¡Qué lenta pasa la tarde
de un domingo y qué vacía
contemplada desde un tren!
Es casi filosofía
ese perder la mirada
por la sucia ventanilla:
los cortijos a lo lejos
de fincas como provincias,
el porvenir de una nube,
las polvorientas encinas.
Se miran los girasoles
unos a otros de envidia
y los campos de algodón
de llanura eternizan.
Apeaderos de muerte
con un sol que es de justicia.
Cruza una galga canela
en una estación vacía
como el garabato azul
de un pintor impresionista:
pueden contársele todas
y una a una las costillas.
La torre de un palomar
en un alcor se divisa,
blanca, dormida, con sombras
de mucha melancolía
Va atardeciendo. Lllegamos.
En el corazón declinan
las luces crepusculares…
Ahora el tren marcha despacio
entre fábricas en ruinas,
escombreras, basureros
y chabolas de uralita,
un cinturón miserable
con esta dorada hebilla
que brilla con ojos negros:
me dice adiós una niña.
Es el arrabal que viene
a darme la bienvenida.
Qué silenciosa llegada
y qué triste melodía,
sonata de notas muertas:
toda ciudad es la misma.
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Andrés Trapiello juega aquí con la memoria colectiva en forma de tren. Aquellos paisajes que la gente de su generación recorría de estación en estación como hitos de un tiempo más lento, ya perdido para siempre. Las estaciones de tren son ese lugar umbral donde confluyen las historias de cada uno al inicio y al final del viaje, ahí nos confundimos lejos del ruido individualista de las autovías y los automóviles. Ahí nos compartimos.